Habré tenido unos ocho años , cuando llegaron nuevos vecinos
a la cuadra.
Se mudaron a la casa de enfrente y eso fue fantástico porque
entre los nuevos vecinos había dos chicos (Lupita y Manuel) que curiosamente eran casi de la misma edad
de Roberto y yo. Con ellos cultivamos
una linda amistad que duro hasta después de la adolescencia.
Manuel fue mi primer novio, y fue algo bien curioso porque
éramos unos niños jugando a ser mayores.
Ahora que lo recuerdo me causa mucha gracias y al mismo tiempo me da mucha
ternura. Dos niños jugando a descubrir el amor a través de cartitas que nos
mandábamos con nuestros hermanos que en
ese entonces hacían un poco de celestinos, sin siquiera enterarse. Aquello sí que fue lindo... Ese miedo a ser
descubiertos, ese esperar por una nueva carta y leerla rápidamente para esconderla antes que alguien la viera.
Ojala el amor siempre fuera tan simple,
tan ingenuo y maravilloso toda la vida. Jamás nos tomamos de la mano y mucho
menos nos besamos y sin embargo ese recuerdo tiene un lugar más que especial en
mi memoria.
Desde entonces aprendí que nada es para siempre por más
bonitas y fantásticas que sean las cosas.
Entre mas crecíamos más nos distanciábamos hasta que llego
el día en que ni siquiera nos volvimos a hablar.
No puedo dejar de contarles
que Manuel una vez que fue de vacaciones a la playa, me trajo un regalo
que en ese tiempo me pareció lindísimo, un montón de conchitas de muchos
tamaños que el mismo recogió, y que me envió dentro de un sobre.
¡Ay qué tiempo aquel tan maravilloso!
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