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Imagen tomada de la web |
Era feliz cuando aún podía creer que cada mañana, el sol salía de entre las ramas de los árboles en los que se escondía para dormir cada noche, y los bebés venían de Paris colgados del pico de una cigüeña.
Era feliz, inmensamente feliz, cuando creía que la vida era de colores y los únicos finales que existían para las historias de amor era: “vivieron felices para siempre” La alegría regía mi existencia cuando creía que las nubes eran de algodón y en ellas se escondían seres maravillosos que con el viento surgían.
Fui feliz cuando el patio de mi casa era el mundo entero y él, me ofrecía experiencias inigualables, y las hadas y duendes eran mis amigos, los árboles eran la raíz y la nave que me transportaba a universos fabulosos en los que mi imaginación marcaba el límite del principio y el fin del viaje.
Fui feliz cuando el reloj no era más que un artefacto que son su tic tac me adormecía y sus manecillas no marcaban el tiempo, sólo eran un par de corredores compitiendo en una carrera que nunca tenía fin y en la que nunca había ganador.
Era feliz cuando los brazos de mi madre eran la única fuente de calor y protección que en el planeta existía, en fin, que fui inmensa y mágicamente feliz cuando mi risa era un diminuto cascabel y mis pies enlodados dejaban sus huellas por la casa.
Hoy crecí y no puedo decir que olvidé lo que es la felicidad, pero ahora ésta perdió la magia de la niñez, hoy la felicidad es un intento perpetuo de alcanzar a la alegría que se oculta tras el horizonte.
© María Del Pilar Sánchez Padilla Sánchez
Querétaro, junio del 2018